¿Qué es un buen vino?

Por Boris Olivas

Una de las preguntas más valiosas que se puede hacer un amante del vino para conocer y saber comunicar lo que busca en un vino es sencillamente: ¿Qué es un buen vino? A menudo la gente me responde: un buen vino es el que me gusta a mí. Una opinión respetable que invita a pensar en la subjetividad de la cuestión, sin embargo, la enología es una disciplina rigurosa de valores precisos. En un mercado que mueve millones al año cimentado en valoraciones “objetivas”, el vino que cuenta con la buena puntuación de un crítico influyente vale su peso en diamante. Quizás otorgamos demasiada autoridad sobre nuestros gustos a los expertos, y éstos ya sabemos que pueden quedar en evidencia, (leer Wine-tasting: it's junk science). Es muy difícil valorar cientos de vinos con el mismo rigor y precisión, su margen de incertidumbre es enorme, pero eso hace que dicho esfuerzo sea trivial, ¿acaso esos análisis no tienen gota de verdad? La mayoría estamos de acuerdo en que hay vinos que tienen más calidad que otros, independientemente de nuestros gustos personales. Un Cumbres de Gredos no es comparable a un Pingus en calidad, ¿pero en qué radica esa diferencia? ¿El vino es todo marketing, o hay motivos palpables para que las botellas se vendan a distintos precios? 

¿Qué es un buen vino? Parto de la máxima personal de que un buen vino es el que da placer al mayor número de consumidores, su calidad la mediré en su habilidad para regalar una experiencia placentera. El vino puede darnos un placer intelectual pero ahora quisiera centrarme en el aspecto puramente sensorial. ¿Hablamos de un buen vino universal? Para nada, habrá muchos tipos de vinos buenos según la ocasión, ¿pero tienen algo en común? ¿Existen en el vino cualidades a las que se le puede atribuir unos factores de calidad universal? Yo creo que sí, por lo menos en un sentido laxo. Yo tengo claro lo que busco en un vino, este prefacio representa a una mayoría, pero no a todos:

cspost1.jpg

1.   La vista.

Los vinos con colores profundos y vivos atraen más, además de la riqueza visual, nos hacen pensar en una mayor potencia de sabor. La intensidad de color es un punto positivo, pero no lo es todo, tonos pálidos con destellos de otros matices pueden provocar el mismo impacto estético. Personalmente puede haber un vino claro como el agua que me encante, pero no será por su color.

2.   La nariz.

La nariz de un buen vino es compleja, qué gusto da encontrarnos uno de esos vinos donde los distintos aromas parecen estar untados en capas sobre nuestra copa, donde el vino se va desnudando lentamente dándonos tiempo para distinguir cada olor con nitidez, (¡aquí se mezcla el placer intelectual!). En la preferencia de qué aromas queremos encontrarnos entra la subjetividad de la cuestión. Pero si damos importancia a la armonización de los vinos con las comidas, me parece lógico también hablar de armonía entre los propios aromas en nuestra copa de vino. Habrá aromas que concuerdan más entre sí que otros, aunque hemos aprendido a amar combinaciones tan bizarras como albaricoque y queroseno en un Riesling viejo. En cualquier caso, esos compuestos volátiles tendrán que presentarse en concentraciones armónicas para encontrar el placer. En resumen, la buena nariz de un vino tiene complejidad y armonía.

3.   La boca

Aquí el consenso no está tan claro, a menudo apreciamos la intensidad de sabor, una presencia de dulce, salado, ácido, amargo y umami en su justa medida, el famoso paladar redondo. Tampoco desagrada un despunte de acidez una tarde de verano, ¿dónde ponemos el equilibrio entonces? Donde resulte placentero en cada momento, hablemos pues de armonía en vez de equilibrio. Buscamos una boca sápida en armonía con los demás componentes de nuestra copa, con el plato que tenemos al lado, con las condiciones meteorológicas, etc. Me atrevería decir que la apreciación de la intensidad de sabor y la armonía son bastante universales, aunque también puede aparecer el amante de la sutileza, de los sabores delicadamente sugeridos que no te estrujan el paladar. En mi opinión si se presenta sutil, debe de comunicar un conjunto interesante y complejo de aromas ensamblados con elegancia, si no es simplemente soso.

 

Por otra parte, un vino también gana puntos cuando nos regala algún aroma más que se nos ha escapado en nariz, alguna nota nueva por vía retronasal añade complejidad a la experiencia. Los finales persistentes suelen molar, y un retrogusto te deja con el sentimiento de haber conocido a alguien que ha dejado poso en ti. He encontrado a gente que prefiere una concordancia total entre nariz y boca, y otras como yo que valoran el plus de la sorpresa.

En definitiva, estas consideraciones se pueden resumir en una serie de factores universales de calidad de un vino (que no objetivos):

 §  La ausencia de defectos.

Algún catador de la vieja escuela todavía dice que este es el único valor objetivo que tiene “un buen vino”, no estoy de acuerdo, pero quizás es el parámetro con el consenso más claro, claro que a nadie nos gusta encontrarnos aromas desagradables en nuestra copa porque luego se complica a la hora de definir algunos defectos. Ciertos de ellos como el Brett o la acidez volátil se toleran más o menos según quién opine, lo que también da qué pensar.

§  La complejidad.

Aunque se podría argumentar que, hasta un límite, en el vino nunca lo he alcanzado. La complejidad es la reina absoluta de mi fantasía, y considero además que su presencia es necesaria para acceder a ese poder más evocador que puede tener el vino sobre nosotros, esa capacidad para trasladarnos a lugares.

 §  La intensidad.

La preferencia de un sabor potente a una experiencia insulsa e incompleta, con la excepción antes mencionada. La longitud del vino en la lengua es señal de intensidad.

 §  La armonía.

Vital, si no la intensidad se vuelve violenta.

 §  El aspecto del vino.

Desde la botella hasta la capa del vino en la copa, el aspecto también participa en la experiencia estética, lo considero relevante como factor de calidad, pero notablemente menos que los puntos anteriores.

 §  La originalidad.

No sé si esta cualidad es universalizable, pero como una vez dijo Alessandro Baricco sobre la música, entiendo que el vino es un juego de expectativas satisfechas y sorpresas. Es decir que en la cata buscamos encontrarnos con ciertos placeres conocidos, pero parte del placer está en la revelación de un elemento o un enfoque nuevo. Este aspecto no es compartido por otros compañeros de profesión, muchos de ellos defenderían la tipicidad a capa y espada, que el vino sea fiel a su denominación de origen y su uva. Puede que haya un cierto placer de control en esa predictibilidad y yo puedo comulgar con ese placer, pero en general no me gusta limitar la diversidad. La modificación de algunas variables en el proceso enológico tradicional no implica mayor intervención en bodega, es más nos puede trasladar a una expresión más fiel y natural de la materia prima. Valoro por tanto la conservación del terroir y la tradición vitivinícola pero también defiendo que existan vinos que sean atípicos para su DO o uva, los dos tipos de vino deben existir como equilibrio entre lo antiguo y lo nuevo.

Ahora bien, si aceptamos que estos factores de calidad puedan ser universales creo que estaremos de acuerdo en que la importancia de cada uno es difícilmente ponderable sobre una puntuación de cien. Pero qué factores deberían pesar más en la valoración de un prescriptor de vino merece un estudio a parte, por hoy estoy contento de acercarme a mi respuesta de la pregunta inicial: ¿qué es un buen vino? Porque las opiniones de los expertos nos pueden servir de guía, de su mano podemos aprender mucho, pero a la hora de catar todos debemos esforzarnos por elaborar nuestro propio criterio sensorial, y este es un requisito ineludible para llegar a las cotas más altas de placer.